La tarde me gritaba que buscara refugio seguro, de la misma manera que las noches oscuras me gritaban de niña que me refugiara en la cama de mis padres. Ese maravilloso espacio de tan solo 1,35m capaz de contener todos mis terrores, mis pasiones, mis necesidades…
Llegamos y todo el equipo ya estaba organizado en coches para dirigirnos hacia el Sauzal, con las lanzas cargadas, dispuestas a ser empuñadas.
Con el cuerpo aún entumecido y con la lanza al hombro, me alongué desde el Mirador de Las Breñas. ¡Ese era otro refugio! y la lanza a mi lado, mi cómplice. Yo la miraba con recelo… llevábamos dos semanas sin vernos y estábamos un poco desconfiadas la una de la otra. A mi me daba fuerzas mirar al horizonte y sabía que poco a poco iba a poder entregarme de nuevo a ella.
Comenzamos a descender por el
Sendero de las Breñas, las rodillas temblorosas ante el espectáculo de
verticalidad del paisaje, le pedían auxilio a la lanza. Y ahí estaba ella,
dispuesta a darme el apoyo incondicional. La desconfianza fue cediendo, hasta
que la convertí en mi cómplice. Por
momentos pasó de ser un bastón a ser mi tercera pierna… solo por momentos… que
aún queda mucho por avanzar…
Se entremezclaban la excitación que
provocaba el propio paisaje, los nervios por la proximidad del abismo que
quedaba a nuestra derecha, el ansia de apoyarnos en la lanza y dar brincos. ¡Fue
un descenso excitante!
Ya en las terrazas que quedan en la base
de la loma y próximos al mar, pudimos intimar con la lanza. En ocasiones
jugábamos con ella, otras veces nos peleábamos… Cuando la riña era muy grande
siempre aparecía un monitor o un compañero/a para ayudarnos a reconciliarnos. ¡Y lo conseguían!
Un espectacular ocaso nos persuadió
de comenzar a subir. ¡Qué mejor señal!
El ascenso puso a prueba mi
resistencia física y mental. El sol se escondía a medida que yo perdía fuerzas,
dejando a cada paso una fotografía sin igual. Con Juan sosteniendo mi debilidad
¡logramos llegar al ansiado Mirador!
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