Tarde de sábado, 16:00 horas,
comenzamos el ritual de tomar contacto con nuestra mas preciada aliada, “la
lanza”, que desde el comienzo del curso se ha venido revelando, cada vez más,
como un apéndice de nuestro cuerpo, sin el que no podríamos hacer frente a tan
desafiante reto: “el salto”.
Nuestros “pastores” (monitores)
nos han mostrado el trato que ha de recibir el tan preciado “madero”. Tomamos
contacto con la lanza, mimándola y tratándola con total y escrupulosa sutileza,
cubriéndola de aceites y grasa para su perfecto manejo y conservación; cada uno
con su peculiar estilo, dándole el cariño merecido, en un acto casi litúrgico,
creando entre ambos una simbiosis casi inquebrantable.
Una vez revisado todo el material
para el sustento de la energía que necesitaremos esta tarde, nos disponemos a
partir hacia las “Rutas salvajes” propuestas hoy, caminando con la lanza al
hombro y compartiendo palabras con el compañero. Llegamos a un lateral del
Barranco de la Arena
y Enrique nos propone hacer un calentamiento de articulaciones, para que el
engranaje corporal esté en perfecto estado al comenzar la aventura.

Todos llegamos al objetivo,
bastoneando atentamente, mientras en el descenso se escucha alguna voz que rompe
el silencio gritando “¡piedra!”: hay que estar atentos a todo, aviso de
peligro, el grupo se detiene hasta que cese el peligro.
Estamos dentro del barranco, en
su corazón, ahora somos parte de él, circulando con mucho “respeto”, en toda su
ambigüedad literaria.
Deciden hacer dos grupos para
evitar aglomeraciones, unos van en piedra llana y escaleras y otros en puro
barranco, haciendo circuitos para ir mejorando
la técnica y apartando los miedos.

En la zona del barranco donde se
hace grupo, Enrique se plantea hacer circuito. Comenzamos con brincos a pies
juntos y de precisión, combinándolos con ascensos y bastoneos cortos por la
arteria del barranco: saltamos en sístole y diástole, fluye la sangre. En estos
momentos es cuando lanza, cuerpo y mente son uno solo, y en cada salto las
manos se aferran a la lanza, intentando palpar la confianza deseada; luego los
ojos buscan un objetivo seguro bajo el abismo, para asentar seguro el regatón
en piedra, la suerte está echada, ahora solo quedan los segundos de tanteo
antes de lanzarnos entre el abismo y el suelo para consumar el salto; todo se
enmudece, las manos mas unidas que nunca al madero, necesitándolo, confiando en
él. La mirada ya tiene destino y el cuerpo se lanza con la incertidumbre de
encontrarlo. Se siente la pérdida de gravedad por un segundo y la adrenalina
nos embarga, ¡estamos saltando! ¡estamos volando!, y no existe en ese instante
nada mas importante. Con el salto se dejan atrás todos los lastres
cotidianos para “estar” y “ser” solo
alguien “presente”.

¡Misión cumplida! nos decimos en nuestros adentros, mientras
un suspiro de alivio nos reconforta y nos ayuda a buscar la mirada de aceptación de nuestro pastor y
su gesto cálido de aliento y complicidad. ¡Lo hemos logrado! y seguimos el
circuito mientras pienso “¿Qué sintió Amstrong al pisar la luna?”. No lo sé,
pero siento que esto, más que un paso, es un pequeño salto para la humanidad y
un gran salto para mi… y regreso a la tierra…al presente.

Acto seguido bajamos por el barranco, ya en un solo rebaño,
y nos disponemos a llegar al final del todo, donde se divisa un horizonte con
dos mares, a cual más hermoso: el mar de nubes y el Atlántico nos abrigan.
Antes de llegar al final, saltamos una altura considerable
de un paso cortado y con escalones poco fiables; todos los logramos, unos
brincando, otros bastoneando, cada uno usa aquí otro de los recursos más
personales: el instinto.
Llegamos al final del barranco, donde practicamos el salto
de lado a lado, llegando así el réquiem de la tarde, descubriendo el sabor
dulce de este nuevo salto.

Llegamos al punto donde partimos y de nuevo ceremonia de
mimar la lanza con una generosa limpieza y colocación; de sobra sabemos que
hemos de conservarla, pues solo quedan días para hacerlas nuestras otra vez.
Llega el tiempo de la tan apetecida cerveza y tapa para
poder compartir, pero hoy ese tiempo se hizo “corto”… el séptimo arte tiene
presencia en la Villa, y solo quedamos cuatro del rebaño. Nos damos cuenta de
que el tradicional recuento de personas de nuestra pastora Petri se hace
realidad: cada sábado se echa de menos a las ovejas que faltan, y se reciben de
nuevo con afecto a las ovejas perdidas, como si de un hijo pródigo se tratara…
José
Fuentes
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